domingo, 15 de diciembre de 2013

La Mama Tungurahua y otros cerros.


Ecuador
Los cerros, aunque lo parezca, no son sólo cerros: son hombres o mujeres, son buenos o malos, celosos o bandidos[1], jóvenes o viejos, sabios poderosos o divinidades menores y mezquinas. A ellos se les agradece cuando las cosechas producen bien, se les pide para asegurar la buenaventura de los recién nacidos y también de los recién casados. Se les achacan los años secos, los muy lluviosos, los terremotos y, aunque no ocupen ningún nicho en la iglesia, a ratos en cuestiones de influencia estos cerros o Apus, como se les llama con reverencia, se disputan el puesto con los santos católicos.

Si se nublan están malgenios, si caen truenos en sus cumbres están iracundos. Andan rodeando los valles con apariencia de comunes mortales y recompensando la bondad o castigando la avaricia de la gente con la que se topan. Si hay un deslave en sus laderas es porque algún advenedizo estuvo a punto de encontrar los tesoros que con recelo ocultan. Son capaces, según dicen los mayores, de demostrar infinita ternura o terrible enojo.
Cuentan estos mismos mayores, que cuando joven el Imbabura correteaba a las lindas guambritas, de entre todas ellas se casó con María de las Nieves Cotacachi. De esa unión nació un guagua que no ha acabado de crecer; por apelativo lleva el de Yanaurco y por apellido el de Piñán, está al lado de su madre y juega entre lagunas, montes y nieblas. Ficticia o no la fama de huaynandero[2] de este cerro, parece que hubo muchos vástagos más. Hasta hace poco era cosa común entre las longuitas responsabilizar al taita Imbabura por preñeces incómodas de explicar de otra manera.
Ahora entre nieblas el Imbabura ha madurado y la paternidad de los guaguas, cuando no hay más recurso, se arroja a otros seres mitológicos como el Chuzalongo. A esta montaña la ve la gente común como a un protector y los yáchak[3] como a un poder superior capaz de inspirarlos y guiarlos.

El Chimborazo, pese a ser el más grande, no tiene el mágico poder que posee el Imbabura. Aunque cuentan, los que así lo oyeron, de su inmensa fuerza, demostrada a las claras cuando hace mucho tiempo su mujer, la mama Tungurahua, poseedora de un carácter eruptivo, y según parece algo fogoso, tuvo un romance con el vecino Altar. Parece que les resultó difícil ocultar el secreto idilio, sobre todo tomando en cuenta que el agraviado es tan alto que todo lo ve.
Más temprano que tarde, taita Chimborazo se dio cuenta del engaño y descargó toda su furia contra el inoportuno que le robaba los cariños de su amada. El desdichado Carihuairazo salió en mala hora a favor del Altar, que iba recibiendo la peor parte en la contienda. Pero ni entre los dos, pudieron contra el poderoso y celoso Chimborazo. Desde entonces, ambos perdedores lucen maltrechos, sus cumbres derrumbadas y su gallardía apabullada.
La Tungurahua, inconforme, lanza humos y fuegos cada vez que se acuerda de su frustrado romance.[4]



[1] En este contexto, pícaro o mujeriego.
[2] Quichuismo que significa mujeriego.
[3] Sabio, en kichwa.
[4] Recogido por Jorge Juan Anhalzer, en Entre Nieblas. Mitos, Leyendas e Historias del Páramo. Proyecto Páramo Andino y Editorial Abya - Yala. Quito. 2009.


El colibrí de oro (Qoriq 'ente)

El paisaje andino silvestre reúne cientos de especies de plantas y animales, que ocupan un lugar importante en la ecología de las alturas. Q'ente o colibrí andino es un ave de pequeña dimensión, que tiene un significado simbólico en la cosmovisión andina, pues se le asocia con la dulzura, armonía, buena suerte y sacrificio. Esta es la historia de un colibrí llamado Muru Muru que tuvo que sacrificar su vida para servir a su pueblo.

Cuenta la historia que los colibrís andinos despertaron una mañana con un extraño presentimiento. Al mediodía presenciaron una extraña lluvia que caía aun cuando Tata Inti el divino Sol estaba presente irradiando con fuerza el horizonte andino. Preocupados y fatigados por las sensaciones comunes decidieron acordar convocar al gran consejo de colibrís de los Andes. Muchos de los líderes reunidos llegaron a una sola conclusión: "Para nuestro pueblo es muy importante estar comunicados con nuestros ancestros. Pero parece que ellos ya no nos escuchan, ha pasado algo esta mañana y algo tenemos que hacer". 

Luego dijeron: "Necesitamos comunicarnos con ellos y por eso debemos enviar a uno de nosotros a las profundidades del Ukhupacha".
Realizar esta misión mortal implicaría salvar las diferencias con el reino de los ancestros. Para dicha empresa, eligieron a un colibrí muy trabajador llamado Muru Muru, buen padre y esposo, no podía ser otro ya que había sido elegido por la unanimidad del consejo por su peculiar plumaje gris con brillo multicolor y una impecable reputación. El plan comenzaba con un viaje muy distante y arriesgado. Para llegar a la fuente misma del Ukhupacha, Muru Muru debía llegar a las profundidades de la Selva. Como en otros casos de viajes lejanos los colibrís ya conocían la solución, pues que mejor que esconderse en los pututos de los chaskis.
El correo imperial estaba tan bien organizado que recorría todas las rutas del imperio. Los colibrís solo tenían que tener en cuenta de intercambiar de pututo cuando el chaski debía intercambiar la posta con otro chaski. El Qhapac Ñan que une la ciudad del Qosqo y la ciudad secreta de oro "Paititi" era la ruta precisa que conduciría a Muru Muru a las profundidades de la selva. El camino era secreto, celosamente resguardado a fin que nadie pudiera saber su ubicación. Los chaskis siempre leales jamás revelarían el secreto. Ya en el corazón de la Selva, Muru Muru muy bien adiestrado para su misión decide abandonar su genial guarida.

En adelante debía buscar el gran Río donde mora la Yacumama, la gran serpiente del bósque. Este era el siguiente paso: encontrar a la Yacumama pues tendría que ser su nuevo transporte para llegar a las dimensiones del Ukhu Pacha. La gran boa apenas podía percatarse de la presencia del colibrí, que cuando abre la boca para bostezar el astuto colibrí ingresa y se esconde entre sus afilados dientes. La Yacumama sin percatarse de su ocasional pasajero emprende su viaje habitual hacia las profundidades de las aguas.

Una vez que la serpiente se detiene para reposar en los dominios de la Ukhupacha, Muru Muru emprende un fugaz escape logrando salir por las narices de la serpiente. Y de inmediato se da cuenta de encontrarse en otra dimensión, en otro mundo en donde colores, aromas, sonidos y luces celestiales no cesan. Se percata también de encontrar a sus ancestros q'entes volando alrededor de las flores aromáticas de éste majestuoso Edén. Los colibrís del Ukhupacha le dijeron que tenía que ir a hablar en frente del clan superior de los q'ente del mundo inferior. Cuando los ancestros colibrís se pusieron de acuerdo y para resolver el impase con los colibrís de la tierra media. Acordarían que Muru Muru tenía que regresar al bosque amazónico e ir a Paititi: la ciudad de oro Inca y llegar a la cima de la pirámide más alta y reposar por un instante con el Korekenke de oro, ya que para ellos eso sería un privilegio y de ese modo se resolverían todos los inconvenientes creados.

Muru Muru aceptó, después de todo no sería difícil esa nueva misión considerando todo lo que ya había pasado. Así fue, pero cuando el colibrí se posó junto al ave sagrada incaica, se solidificó en oro convirtiéndose en Qoriq 'ente: el colibrí de oro incaico y ave sagrada en adelante. Esta posición de privilegio fue alcanzada gracias a su astucia y sobre todo a su propio sacrificio. Sus hijos y descendientes le llamarían muy orgullosos "Qoriq'ente", el colibrí de oro que reposa en lo altares de la ciudad sagrada de oro de los Incas.[1]


[i] Arnaldo Quispe, El colibrí de oro, 2012.

viernes, 13 de diciembre de 2013

El Cóndor y el Picaflor


Un día se reunió la plana mayor de los pájaros en una pradera. Todos estaban presentes: el cernícalo, el halcón, el búho, el cóndor y el gavilán. El cóndor les contó a los demás que había hecho un viaje grandioso, el más largo y alto, y había llegado lejísimos, hasta las puertas mismas del mundo superior.
Entonces apareció volando el picaflor y le dijo: -Eso es cierto, hermano cóndor, pero yo he entrado por las puertas hasta el trono de Dios, que está en el centro del Hanakpacha. Entonces el cóndor y el picaflor apostaron, poniendo a los demás pájaros de testigos, que cada uno era capaz de volar al centro del Hanakpacha.
Llegó el día que debía celebrarse la competencia y sólo apareció el cóndor. Todos los pájaros se habían reunido para presenciar el evento y estuvieron allí esperando, pero el picaflor no se veía en ninguna parte.

Los pájaros le dijeron al cóndor que "una apuesta era una apuesta" y que, aunque volase sólo, debía intentar llegar hasta el centro del Hanakpacha. El cóndor batió sus enormes alas y se elevó hasta llegar al límite del Hanakpacha. Cuando se detuvo allí para descansar, salió el picaflor de entre sus alas y voló hasta el mismo trono de Dios[1]





[1] Arnaldo Quispe, El colibrí de oro, 2012.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Dioses de la luz (origen del fuego)

Chile, Leyenda mapuche
 
Antes de que los Mapuches descubrieran cómo hacer el fuego, vivían en grutas de la montaña a las que llamaban "casas de piedra". Temerosos de las erupciones volcánicas y de los cataclismos, sus dioses y sus demonios eran luminosos. Entre estos, el poderoso Cheruve, cuando se enojaba, llovían piedras y ríos de lava. A veces el Cheruve caía del cielo en forma de aerolito. 

Los Mapuches creían que sus antepasados revivían en la bóveda del cielo nocturno. Cada estrella era un antiguo abuelo iluminado que cazaba avestruces entre las galaxias. El Sol y la Luna daban vida a la Tierra como dioses buenos. Los llamaban Padre y Madre. Cada vez que salía el Sol, los saludaban. La Luna, al parecer cada veintiocho días, dividía el tiempo en meses.
 Al no tener fuego, porque no sabían encenderlo, devoraban crudos sus alimentos; para abrigarse en tiempo frío, se apiñaban en las noches con sus animales, perros salvajes y llamas que habían domesticado. Tenían horror a la oscuridad, era signo de enfermedad y muerte. Se imaginaban cosas terribles. 

En una de esas grutas vivía una familia: Caleu, el padre, Mallén, la madre y Licán, la hijita. Una noche, Caleu se atrevió a mirar el cielo de sus antepasados y vio un signo nuevo, extraño, en el poniente: una enorme estrella con una cabellera dorada. Preocupado, no dijo nada a su mujer y tampoco a los indios que vivían en las grutas cercanas. Aunque Caleu guardó silencio, no tardaron en verla los demás indios. Hicieron reuniones para discutir qué podría significar el hermoso signo del cielo. Decidieron vigilar por turno junto a sus grutas.
El verano estaba llegando a su fin y las mujeres subieron una mañana muy temprano a buscar frutos de los bosques para tener comida en el tiempo frío. Mallén y su hijita Licán treparon también a la montaña.
    -Traeremos piñones dorados y avellanas rojas -dijo Mallén.
    -Traeremos raíces y pepinos del copihue -agregó Licán
La niña acompañó otras veces a su madre en estas excursiones y se sentía feliz.
    -Vuelvan antes de que caiga la noche -les advirtió Caleu.
    -Si nos sorprende la noche, nos refugiaremos en una gruta que hay allá arriba, en los bosques -lo tranquilizó Mallén.

El Sol empezó a bajar y cuando se dieron cuenta, estaba por ocultarse. Asustadas, las mujeres se echaron los canastos a la espalda y tomaron a sus niños de la mano.
    -¡Bajemos, bajemos! -se gritaban unas a otras.
    -No tendremos tiempo. Nos pillará la noche y en la oscuridad nos perderemos para siempre -advirtió Mallén.
-¿Qué haremos entonces? -dijo la abuela Collalla, que no por ser la más vieja, era la más valiente.
    -Yo sé dónde hay una gruta por aquí cerca, no tenga miedo, abuela -dijo Mallén.
Guio a las mujeres con sus niños por un sendero rocoso. Sin embargo, al llegar a la gruta, ya era de noche. Vieron en el cielo del poniente la gran estrella con su cola dorada. La abuela Collalla se asustó mucho. Esa estrella nos trae un mensaje de nuestros antepasados que viven en la bóveda del cielo -exclamó.

Licán se aferró a las faldas de su madre y lo mismo hicieron los demás niños.
    -Vamos, entremos a la gruta y dormiremos bien juntas para que se nos pase el miedo -dijo Mallén.
    -Eso sería lo mejor, murmuró Collalla, temblorosa.
No bien entraron a la gruta, un profundo ruido subterráneo las hizo abrazarse invocando al Sol y la Luna, sus espíritus protectores. Al ruido siguió un espantoso temblor que hizo caer cascajos del techo de la gruta. El grupo se arrinconó, aterrorizado. Cuando pasó el terremoto, la montaña siguió estremeciéndose. Las mujeres palparon a sus hijos. Nadie estaba herido. Respiraron un poco y miraron hacia la boca blanquecina de la gruta: por delante de ella cayó una lluvia de piedras que al chocar echaban chispas.
    -¡Miren! -gritó Collalla. ¡Piedras de luz! Nuestros antepasados nos mandan este regalo.
Cómo luciérnagas de un instante, las piedras rodaron cerro abajo y con sus chispas encendieron un enorme copihue seco. El fuego iluminó la noche y las mujeres se tranquilizaron al ver la luz.
    -La estrella con su espíritu protector mandó el fuego para que no tengamos miedo -dijo la abuela Collalla riendo.

Niños y mujeres también rieron, aplaudiendo el fuego. El grupo silencioso contempló las llamas como si fuera el mismo Padre Sol que hubiera venido a acompañarlas. Se sentaron junto a la gruta, oyendo crepitar las llamas como música desconocida. Al rato, llegaron los hombres desafiando las tinieblas por buscar a sus niños y mujeres. Caleu se acercó al incendio y cogió una llama ardiente; los otros lo imitaron y una procesión centelleante bajó de los cerros hasta sus casas. Por el camino iban encendiendo otras ramas para guiarse. Al otro día, oyendo el relato de las piedras que lanzaban chispas, los indios subieron a recogerlas y al frotarlas junto a ramas secas, lograron encender pequeñas fogatas.

Habían descubierto cómo hacer el fuego. Desde entonces, los Mapuches tuvieron fuego para alumbrar sus noches, calentarse y cocer sus alimentos.[1]





[1] http://www.redchilena.com/Leyendas/losdiosesdelaluz.asp